viernes, 28 de febrero de 2014

Acapulco, el hundimiento

Acapulco es sitio privilegiado en la geografía del planeta: Una gran bahía (Santa Lucía) bordeada de playas doradas; anfiteatro espectacular con montañas cubiertas de bosques tropicales decretados como Parque Nacional; clima perfecto;  extensas lagunas  y hermosa bahía adyacentes (Tres Palos, Coyuca, Puerto Marqués); aguas costeras tibias y transparentes; islas, acantilados y   emplazamientos rocosos con vistas impresionantes; ambientes submarinos de gran belleza. En fin, valores paisajísticos  insuperables. Más aún, la historia le ha dispensado un apasionante pasado (con la Nao de China), mientras que el jet set internacional, en su tiempo, le otorgó una luminosa aura de prestigio y sofisticación. También posee cercanía envidiable al mercado turístico más grande del mundo (Estados Unidos), infraestructura competitiva (aeropuerto internacional, autopista),  un parque inmobiliario formidable, y un patrimonio urbano de notable mérito escénico (Acapulco tradicional, Costera Miguel Alemán).  Pero Acapulco ha sido probablemente la ciudad peor gobernada de México de manera consistente a lo largo de décadas.
Las playas fueron tomadas por comerciantes informales y changarros malolientes, y saturadas de equipamiento improvisado de pésima calidad (Puerto Marqués, Hornos, La Condesa); se cerró el diálogo físico entre la ciudad  y el mar al interponerse estructuras baratas y decadentes. Se destruyó la calidad estética de las playas, e incluso algunas de las más valiosas (como Manzanillo) se destinaron a ser un infame depósito de chatarra.  El Parque Nacional El Veladero también fue ocupado ilegalmente en las partes medias y altas del anfiteatro con viviendas precarias; se estropeó el paisaje, se deforestó. Desde ahí escurren desechos humanos y basura hacia la bahía. La ciudad no tiene rastro certificado, y se abastece de carne en crueles mataderos clandestinos altamente contaminantes. Las aguas del mar se han contaminado con las aguas residuales de la ciudad; de 21 plantas de tratamiento, sólo operan cuatro, en forma deficiente y parcial, y Acapulco ostenta uno de los peores servicios públicos de agua del país. La basura es ubica en calles, avenidas y carreteras, y se deposita en gran parte en tiraderos a cielo abierto, cuando se recoge. La zona urbana tradicional de antiguo esplendor fue presa del abandono y la degradación, con  construcciones inconclusas, piscinas secas o convertidas en pantanos,  casas y edificios  ruinosos,  mercados inmundos y sórdidos giros comerciales,  edificaciones brutalistas  y   lumpenización de servicios. La Costera Miguel Alemán, hacia donde se orientó el crecimiento, una vez deprimida la zona tradicional, se convirtió en la vialidad vertebral de la ciudad; perdió su atractivo para el turismo de alto nivel;  hoteles, discotecas  y restaurantes de prestigio huyeron; se pobló de establecimientos comerciales vandalizados, hoteles de mala muerte, predios y edificios abandonados;  se asentó un tráfico infernal, y ahora, el Macrotunel va a desembocar... ¡en la Costera! En Puerto Marqués, changarros se apropiaron de la playa, además de haberse desfigurado con infraestructura imperdonable. Desaparecieron turistas y vuelos internacionales. 
Pero nadie entendió ni aprendió nada, y  la inercia fue abandonar a su suerte al Acapulco tradicional y a la costera (Acapulco Dorado), y saltar más allá, a un Nuevo Acapulco, donde ahora se repite el ciclo: Urbanismo de roza, tumba y quema.
¿Tiene remedio Acapulco? Sólo si es rescatado de las garras de sus políticos, y se despliega una inteligente y enérgica intervención federal; en el organismo de aguas (CAPAMA); en la regulación del desarrollo urbano; en la recuperación de la ciudad mediante compras, fusiones y expropiaciones de predios para ser re-insertados en el mercado inmobiliario; en la creación de espacios públicos y reconstrucción de la imagen urbana; en la liberación y restauración de playas; y en la seguridad pública. ¿Un comisionado federal? FONATUR podría operarla, en vez de insistir en nuevos y cuestionables desarrollos turísticos (CIP´s).


martes, 4 de febrero de 2014

Transición energética y el inevitable calentamiento global

Evitar las peores consecuencias del calentamiento global requeriría que las emisiones totales mundiales alcanzaran su pico máximo hacia el 2020 y se redujeran a la mitad en el 2050. Pero en las condiciones actuales, no hay esperanzas de una transición energética suficientemente rápida hacia las energías renovables que lo logre.
La transición energética indispensable tardará un tiempo muy largo, de acuerdo a la evidencia sobre transiciones energéticas anteriores en la historia de la humanidad[1].  El mundo sustituyó en un 50% la madera con carbón a lo largo del siglo XIX  después de un período de 60 años. Durante el siglo XX, el petróleo alcanzó a sustituir al carbón en un 40% en un período equivalente; mientras que el gas natural llegó apenas al 25% de penetración sustituyendo al carbón y al petróleo, en un lapso similar. Las energías renovables modernas (solar, eólica, geotermia) están actualmente en pleno despegue, aunque registran todavía una penetración incipiente de 5% en la demanda global. En esta lógica, transcurrirían cinco o seis décadas para que consigan una participación mayoritaria en el suministro total de energía primaria en el mundo. Será demasiado tarde. 
Las energías renovables son intermitentes, y requieren de soporte para complementarlas en generación de base (permanente) y en generación firme o flexible y disponible a lo largo de la curva de demanda diaria. Es decir, fuentes despachables (de operación y entrada inmediata a la red). Alemania, paradójicamente, que genera una proporción muy significativa de su electricidad con fuentes renovables, produce cada vez más, y necesita importar de otros países, electricidad producida con carbón.  Una solución a este problema es desarrollar redes eléctricas y sistemas de generación distribuida a lo largo y ancho de grandes extensiones geográficas, para permitir que al menos un conjunto  de fuentes renovables sustituyan a otras fuera de operación por falta de viento o de sol. Se trata de integrar redes más allá de las fronteras; o bien contar con plantas de base de cero emisiones (nucleares) y/o un sólido parque de fuentes firmes, flexibles y despachables (hidroeléctricas con grandes embalses o plantas de gas de ciclo combinado).
Pero transformar un sistema eléctrico de esta forma es muy costoso y exige tiempos muy largos. Los gobiernos no van a abandonar infraestructura de generación eléctrica que ha costado en todo el mundo, según se estima, al menos 20 billones de dólares (billones en español, 1012). Sólo China ha invertido en los últimos 10 años, 500 mil millones de dólares en  más de 300 Gigawatts de capacidad de generación eléctrica con carbón; mayor a toda la capacidad con fuentes fósiles que poseen conjuntamente Alemania, Francia, It

alia, el Reino Unido y España. El gobierno chino espera que tales plantas operen al menos durante 30 años. No las va a descartar y a hacer chatarra. Y eso ocurre, obviamente en una dimensión menor, en muchos otros países.
Un severo impuesto global a los combustibles fósiles (carbon tax) para abatir la demanda, ganar eficiencia  y promover energías renovables y de cero emisiones de CO2 no sólo en la generación de electricidad, sino en el transporte y en la industria, sería la vía para acelerar una transición energética capaz de minimizar riesgos climáticos catastróficos. Pero muy pocos estarían dispuestos a promoverlo y a aceptarlo.  Los gobiernos no impondrán lo que la población no quiere. Tampoco se atisban liderazgos, ni condiciones geo-políticas para un acuerdo multilateral en este sentido. Al igual que ante el inminente estallido de la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario se conmemora esta año, y que nadie pudo evitar, sigamos impulsando la transición energética, pero preparémonos para un calentamiento global inevitable.