viernes, 15 de noviembre de 2013

Parques Nacionales, soberanía territorial perdida

En México el Estado ha sido particularmente débil en sus capacidades de gestión sobre el territorio nacional.  Una legalidad tradicionalmente hueca y desmadejada es una causa obvia. Le sigue nuestra peculiar historia agraria, que durante el siglo XX entregó frenéticamente en propiedad privada (ejidal, comunal, individual), casi la totalidad de nuestro territorio. Más aún, con reformas al Artículo 115 Constitucional en 1983, en un  arrebato de ansia federalista, el Gobierno Federal abdicó de toda facultad de regulación territorial y de uso del suelo en favor de municipios efímeros y minusválidos.  Núcleos agrarios se erigieron así, ante los municipios, como los verdaderos centros de poder territorial fuera de las ciudades; recordemos que detentan casi el 60% de la superficie terrestre de México.
Dado el desistimiento real del Estado a hacer valer intereses públicos frente a la propiedad  privada (ejidal, comunal o individual, todas son propiedades privadas), sólo las Áreas Naturales Protegidas (ANP) han representado una voluntad real de reconstituir  soberanía y racionalidad en la gestión del territorio. Han sido manto tenue de cordura pública tendido sobre diferentes modalidades de propiedad privada y sus dinámicas e intereses. Desde luego, en desventaja. Casi la totalidad de las ANP en México son propiedad privada, como parques nacionales, reservas de la biósfera, áreas de protección de flora y fauna... La tensión entre lo público y lo privado es extrema y permanente; sólo se resuelve de tres maneras en favor de lo público: expropiación o compra, contratos y pagos a los propietarios para conservación, y regulación.
Visto de otra forma, el problema es típico de un país que se desgarra entre la modernidad de lo público y una anacrónica obsesión campesina. Miguel Ángel de Quevedo promovió decretos presidenciales para los primeros parques nacionales en los años 30 del siglo pasado, pensando en mantenerlos en el dominio público mediante expropiación. Lázaro Cárdenas, mientas tanto, los repartía o no pagaba las expropiaciones prometidas.  Más recientemente ha crecido el número y la cobertura de  ANP, pero ya sin la expectativa de comprar o expropiar la tierra. Se trata de ANP negociadas, que son instrumento de regulación territorial, y que ofrecen algunos magros mecanismos de compensación para los propietarios. A pesar de ello, y su grave precariedad presupuestal, un buen número funciona. Entre las que no, están antiguos parques nacionales quevedianos, objeto de saqueo forestal, explotación agrícola y ganadera, e ilegalidad: Nevado de Toluca, Izta-Popo, Zoquiapan, La Malinche, Pico de Orizaba, Nevado de Colima, Ajusco, Lagunas de Zempoala...
En países civilizados los parques nacionales son emblemas nacionales, propiedad del Estado, y casi objeto de veneración ecológica y cívica, además de una fuente  caudalosa de ingresos y oportunidades de negocios turísticos: Iguazú, Torres del Paine, El Calafate, Yellowstone, La Amistad, Tikal, Yosemite, Doña Ana, Banff. Aquí, no. Ni siquiera aspiramos a ello; preferimos degradarlos en su categoría, para hacer legal lo que antes era ilegal; es el caso del Nevado de Toluca.  Así, desde la mediocridad y la resignación, México renuncia a tener parques nacionales en sus sitios icónicos; no tenemos las ganas, nos parece muy difícil, y  no queremos asignar el dinero necesario  (lo más importante en la agenda ambiental el país, la CONANP, ¡recibe sólo el 1.7% del presupuesto de SEMARNAT!).
Debemos exigir que en los parques nacionales y otras ANP, en vez de recular, el Estado empiece a recuperar la soberanía perdida sobre el territorio. Las ANP  críticas  deben ser expropiadas en la medida que sea indispensable, a partir de un Fondo Nacional Territorial para la Conservación, multiplicarse el presupuesto y las capacidades de la CONANP, y crearse un cuerpo especializado de Policía Federal para su custodia.