viernes, 18 de octubre de 2013

Oaxaca, Chiapas, Guerrero... incubadoras de pobreza

Los países ricos y desarrollados en el mundo son países plenamente urbanizados (también, en lo ambiental, tienden a ser los más sostenibles). Todos los países pobres son eminentemente campesinos. Esto se replica a escala sub-nacional; en México, los estados más pobres y rezagados poseen una población mayoritariamente rural, como Oaxaca, Chiapas y Guerrero. Las correlaciones en este sentido, tanto a escala internacional como de entidades federativas son estadísticamente muy significativas; y no sólo son correlaciones, hay una profunda  causalidad entre pobreza,  población rural y destrucción ecológica; y entre ingresos altos, urbanización y sustentabilidad.
Oaxaca, Chiapas y Guerrero son los estados más pobres del país, tomando como medida simple el PIB per cápita, o bien índices de marginalidad o de desarrollo humano. El 64% de la población oaxaqueña vive en asentamientos menores a 15 mil habitantes, el 61% en Chiapas, y el 53% en Guerrero. Representan la mayoría de los pobres extremos existentes en México, y actúan como verdaderas incubadoras de pobreza en nuestro país, donde ésta se transmite de manera inter-generacional. Las políticas asistencialistas y re-distributivas, si bien pueden paliar  los apremios de la marginalidad, no resuelven el problema. Los programasOportunidades y Procampo, especialmente, la reproducen; han hecho perder  ímpetu en los últimos años a la reducción de la fecundidad  y al  proceso migratorio del campo a las ciudades, y con ello, al desarrollo económico y al abatimiento de la pobreza.
La vida rural de subsistencia ante fuertes presiones demográficas impide por definición el aumento de la productividad, única forma de elevar los ingresos de la población; las condiciones ecológicas conspiran contra ello: suelos pobres, ecosistemas frágiles, elevadas pendientes, escasez de agua, e imposibilidad  de llevar infraestructura y servicios a una población dispersa.  Además de sólidas dotaciones de capital físico y humano, elevar la productividad y los ingresos por persona en el campo implica por fuerza reducir considerablemente el número de trabajadores. Arraigar a la población en el campo, en estas condiciones, sólo crea una máquina de movimiento perpetuo fabricante de pobreza, y también de devastación ecológica. No es casual que Chiapas, Oaxaca y Guerrero presenten las tasas más elevadas de deforestación en el territorio nacional, trágicamente, siendo los estados con mayor biodiversidad. Poco ayuda en muchos casos la prevalencia de la propiedad colectiva de la tierra, matriz proclive a la tragedia de los recursos comunes y a la disipación de rentas, que impiden la acumulación de capital y  la inversión.
La pobreza y el colectivismo se asocian en esos estados a instituciones improductivas, orientadas a la búsqueda de rentas. Ejemplo palmario es la CNTE, que no por casualidad hunde sus raíces más profundas en Oaxaca, Guerrero y Chiapas. La CNTE, como institución imbricada en las sociedades locales, en su ideología, creencias y visión del mundo, captura  a los propios gobiernos estatales para extraerles jugosas rentas, que la nutren y fortalecen. También inocula a los padres de familia, que contemplan resignados o participan en el atropello contra sus hijos. Se implanta en la ilegalidad, en el secuestro, la extorsión,  en el amague de violencia subversiva (el EPR), y en el adoctrinamiento a través del sistema educativo. El resultado es la destrucción del capital humano en Oaxaca, Chiapas y Guerrero, las entidades federativas con la peor educación del país, que condena a los niños a bajos ingresos en su edad adulta, reproduciendo la pobreza (www.economist.com/teachers13).
Mientras no se incentive con eficacia la emigración del campo a las ciudades, y no se concreten cambios institucionales de fondo en el sector educativo, Oaxaca, Guerrero y Chiapas seguirán siendo incubadoras de pobreza. No habrá presupuesto de política social que alcance.

viernes, 11 de octubre de 2013

Nevado de Toluca, tragedia de los Parques Nacionales

Desde el paroxismo cardenista de reparto agrario, el Estado renunció a ser propietario de tierras y fue abdicando de sus funciones de regulación sobre el territorio, creyéndolo sólo como una frontera de colonización donde materializar  arcadias campesinas imaginadas por la Revolución. Nada más lejano a Theodore Roosevelt (presidente visionario fundador del sistema de parques nacionales de los Estados Unidos) que Lázaro Cárdenas. Mientras Miguel Ángel de Quevedo creaba parques nacionales en el Nevado de Toluca, el Ajusco, la Malinche, el Pico de Orizaba, el Nevado de Colima, Tepoztlán, Chacagua, y otros más, el General Cárdenas creaba ejidos sobre las mismas tierras, entregando el incipiente sistema de parques nacionales mexicanos... en propiedad privada.
Como era de esperarse, fueron objeto de una minuciosa actividad de saqueo, sobre-explotación y destrucción. Para cualquier país que valore su identidad y su riqueza biológica y escénica, así como sus paisajes naturales más significativos, los parques nacionales deben ser un verdadero tesoro de identidad y orgullo, resguardado y abierto al disfrute colectivo con la misma determinación con que se resguardan y disfrutan los monumentos históricos. Estados Unidos, Canadá, Chile, Argentina, Brasil, Costa Rica, todos los países europeos, y todos los demás países civilizados del mundo tienen una red más o menos extensa de parques nacionales de propiedad pública o del Estado. Fueron siempre de propiedad pública, o se compraron o expropiaron, dada su importancia para la conservación del capital natural e infraestructura ecológica de los países. Son verdaderos bienes públicos. En México no.
La mayor parte de los parques nacionales mexicanos han languidecido en el abandono, y han sido objeto de explotación intensa por parte de sus propietarios. La degradación es evidente,  a pesar de que de acuerdo a la legislación mexicana los parques nacionales son una categoría fundamental de nuestro catálogo de Áreas Naturales Protegidas (ANP),  que ocupan ya cerca del 12% del territorio nacional terrestre.  También, a pesar, de que las ANP constituyen el instrumento más importante y vital para la conservación de la biodiversidad, de los recursos naturales y de los valores escénicos y paisajísticos más entrañables de la Nación.
En buena medida, las ANP de México sobreviven y se desarrollan en la precariedad, gracias al esfuerzo y compromiso heroico (sí, heroico) del personal que las atiende en la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (CONANP). Todo ello, en un contexto de escasez de visión, ninguneo y marginalidad en la escala de prioridades de los altos funcionarios, y de miseria presupuestal. El presupuesto para las ANP y para la CONANP es sólo ¡el 1.7% del presupuesto total de SEMARNAT! - 1,000 millones de pesos - y se ha reducido notablemente en términos reales.
El Nevado de Toluca es un ejemplo arquetípico. Talado y deforestado, incendiado, plagado de actividades agrícolas y ganaderas irresponsables, contaminado por agroquímicos, saturado de construcciones infames, y erosionado a manos de sus propietarios al grado de que cárcavas gigantescas provocan el derrumbe de taludes. No se encontró mejor solución, en el escenario descrito, que hacer legal lo ilegal y resolver todo por el denominador más bajo, confeccionando un nuevo decreto permisivo que elimina la augusta figura de Parque Nacional y lo convierte en área de protección de flora y fauna, donde todo lo que hoy ocurre, se vale. ¡Sólo se mantiene el cráter como zona de conservación! Conformismo, resignación, mediocridad, renuncia, aceptación de impotencia, incuria... O realismo, argumentan. Es decepcionante. México merece parques nacionales (¿o no?) que deben estructurarse con base en expropiaciones y compras de tierras, regulación y vigilancia estrictas, y pagos por servicios ambientales  a los propietarios. Eso debe hacerse en el Nevado de Toluca.

viernes, 4 de octubre de 2013

Sí al impuesto al CO2, pero....

Se debe procurar gravar las cosas malas, no las cosas buenas, teniendo en cuenta que los impuestos también operan como incentivos o desincentivos. Los impuestos han de ser transparentes, equitativos, progresivos,  de fácil administración, y muy difícil evadirlos. Deben ser económicamente eficientes y políticamente viables. Los impuestos ecológicos deben ser realmente eficaces para reorientar conductas de actores económicos en problemas relevantes, y ofrecer un potencial recaudatorio importante para que valgan la pena desde una perspectiva fiscal. Para garantizar su legitimidad y racionalidad es preciso que se destinen (al menos en parte) a financiar proyectos esenciales para un desarrollo sustentable. Deben generar un doble dividendo, acoplados a una reducción en los impuestos al ingreso y al empleo que penalizan el trabajo, el ahorro y la inversión. Así, los impuestos ecológicos o verdes, en el contexto de una reforma hacendaria, pueden acercarnos a la sustentabilidad y al mismo tiempo hacernos más productivos, competitivos y capaces de generar más empleos y combatir la pobreza.
El nuevo impuesto al CO2 (ojo, no al "carbono") puede ser una gran iniciativa que inaugure una nueva etapa de política fiscal en México y de convergencia entre la política económica y las políticas ambientales. Sin embargo, para que en realidad lo sea, debe ser revisado en su planteamiento y alcances, a la luz de consideraciones como las señaladas arriba. Y por supuesto, es indispensable construir no sólo una robusta plataforma de argumentación teórica, sino una coalición política y de opinión pública suficientemente potente para asegurar su aprobación. Al impuesto CO2 deben asistirle tanto la razón técnica como la razón política. Por tanto hay varias condiciones que deben cumplirse:
Es obligada una explicación clara del nuevo impuesto de parte de SEMARNAT (o de quien sea ahora responsable de la agenda de sustentabilidad en el gobierno federal), que despeje escepticismo, ofrezca liderazgo y fundamente el impuesto desde una perspectiva de sustentabilidad. La segunda es eliminar la confusión que tiene la iniciativa entre CO2 y carbono. La tercera es que sea económicamente perceptible por los consumidores de combustibles fósiles (unos cuantos centavos por litro no tendrán ningún impacto ambiental apreciable); esto es aún más importante cuando persisten los subsidios a las gasolinas y al diesel, con un resultado neto incierto. La cuarta es que contribuya a financiar la conservación de la biodiversidad en Áreas Naturales Protegidas (como en Costa Rica) y la transición energética, en especial, energías renovables y transporte público. La cuarta es que, en el contexto de una reforma hacendaria, entre en tándem con la eliminación del impuesto sobre nóminas y con una reducción del ISR a personas físicas y empresas. La quinta es que la magnitud del impuesto se desligue del precio del CO2 en los mercados internacionales existentes, los cuales están en proceso de desmoronarse o son muy poco representativos; su magnitud debe definirse como decisión autónoma de acuerdo a necesidades y objetivos internos de política fiscal y de sustentabilidad. La sexta es que se anuncie una magnitud que será creciente a largo plazo, conforme aumente el precio sombra del CO2 en el mundo, y para que efectivamente implique un ajuste de fondo en las conductas de actores económicos. Séptimo y último, que no sea aplicable a los combustibles industriales, ya que afectaría innecesariamente a la competitividad de las empresas. Las emisiones del sector industrial son poco significativas en el inventario nacional, casi todas las grande empresas han adoptado prácticas de punta en materia de eficiencia energética y están sujetas a precios muy elevados de electricidad y gas natural, además de que no son relevantes en los problemas de calidad del aire en zonas metropolitanas. Así, sí.