martes, 24 de septiembre de 2013

Riesgos climáticos y regulación del territorio

Un riesgo es una probabilidad de ocurrencia de algún acontecimiento pernicioso multiplicada por su costo estimado. En cuanto a eventos meteorológicos extremos como los que han azotado al territorio nacional en días pasados, las probabilidades de ocurrencia están fuera de las potestades humanas, aunque sabemos que su magnitud será creciente a lo largo del siglo de acuerdo a las proyecciones relacionadas con el cambio climático. Los científicos estiman que en amplias regiones geográficas del planeta aumentará la frecuencia e intensidad de tormentas, ciclones y huracanes, así como la concentración en el tiempo de volúmenes de precipitación pluvial.  No hay nada que hacer para evitarlo. Pero  está dentro de las capacidades de la sociedad el reducir el costo de tales eventos meteorológicos extraordinarios, minimizando la exposición de la población; dicho de otra forma, reduciendo su vulnerabilidad. En México, es verdad que hemos avanzado en fortalecer mecanismos de respuesta y atención a situaciones de emergencia, pero, por desgracia, sólo,  casi literalmente, una vez que el niño ha sido ahogado.  El huracán Paulina que flageló al estado de Guerrero en 1997,  inundaciones catastróficas recurrentes en Tabasco y el Valle de México, y el nuevo episodio de la tormenta Manuel, lo hacen evidente.
El costo en daños materiales y sociales, y en vidas humanas ha sido astronómico. Su denominador común es el desorden en la ocupación del territorio en zonas urbanas y peri-urbanas ante la impotencia manifiesta de los gobiernos municipales de evitarlo. Y subrayamos gobiernos municipales, dado que ellos tienen las facultades constitucionales (Artículo 115) de regular el desarrollo urbano y el uso del suelo en sus jurisdicciones. El Gobierno Federal renunció a dichas facultades con las reformas de 1983,  y desde entonces ha carecido de atribuciones, prefiriendo dejarlas en manos de administraciones locales efímeras (sólo 3 años sin reelección), técnica y políticamente incapaces y frecuentemente corruptas. El resultado es funesto. Por un lado ocupación masiva de terrenos precarios y obviamente baratos y sin servicios, mediante invasiones y compraventas informales a núcleos agrarios. Por el otro, desarrollos masivos de vivienda minúscula y monotemática desplantados de manera discontinua, lejanos y desvinculados a las ciudades, y financiados con hipotecas y subsidios oficiales. Se trata de tierras con pendientes elevadas proclives a deslaves, cañadas y cauces que dan curso a grandes avenidas de ríos, llanuras de inundación natural, y humedales...  La planeación ha sido sólo un ejercicio estéril dada la imposibilidad de aplicar las regulaciones previstas en planes y programas de desarrollo urbano u ordenamiento ecológico (cuando existen). En realidad no hemos tenido política urbana. El Estado dio rienda suelta al desorden espontaneo del mercado formal de vivienda o de la simple necesidad políticamente manipulada. El Estado abdicó de una de sus responsabilidades fundamentales.
En materia de ordenamiento del desarrollo urbano, y también en lo que corresponde a la conservación de la biodiversidad, haber depositado facultades constitucionales absolutas en los municipios en la regulación del territorio y de los usos del suelo ha revelado ser una costosísima ficción política y un temerario y culposo celo federalista. El Gobierno Federal debe restablecer soberanía sobre el territorio nacional, terrestre, costero y marino. Sin ello será imposible una adaptación eficaz al cambio climático, replantear las políticas de vivienda, promover un nuevo paradigma de ciudades compactas y sustentables, y conservar la biodiversidad. Es preciso revisar el Artículo 115 Constitucional y fincar ahí un sistema funcional de concurrencia entre el Gobierno Federal, estados y municipios en la ordenación del territorio urbano y rural, y dotar a la nueva Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (SEDATU) de las capacidades necesarias para ello.

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