lunes, 1 de julio de 2013

Clima, preparémonos para lo peor

Nada podrá hacerse para evitar las peores consecuencias del cambio climático. Nunca, en los últimos cuatro millones de años, las concentraciones de CO2 en la atmósfera del planeta habían rebasado como ahora, las 400 partes por millón (PPM). Seguirán aumentando hasta llegar a 500 PPM hacia finales del siglo, insensibles a los discursos engolados de políticos, cínicos u honestos. Están atados de manos. Los políticos no se mandan solos, al menos en las democracias, y en donde no las hay, tampoco pueden arriesgarse a perder el poder por lanzar a la sociedad a épicas transformadoras que casi nadie desea. El futuro lejano está fuera del alcance del cálculo racional de electores, consumidores, empresas y gobiernos, mientras que las capacidades de cooperación internacional a gran escala están colapsadas en el nuevo orden de distribución de poder global. Nuevos antagonismos afloran y tensan las relaciones entre Estados, y los liderazgos están agotados o son inexistentes. Y, sobre todo,  pocos reconocen que el mayor obstáculo está en los ciudadanos, en nosotros mismos.
Contener el calentamiento global exige lograr cosas que hoy por hoy son francamente impopulares, y percibidas como inequitativas o regresivas en términos distributivos. Son cosas que trastocarían un buen ámbito de nuestro estilo de vida urbana, pero también el de comunidades rurales. Significa renunciar a una movilidad basada en el vehículo de combustión interna, y a ciudades cada vez más extensas impulsadas por el deseo casi genético de la casa suburbana con jardín.  Significa ser frugales en el uso de la energía y construir en serio grandes capacidades de producción de electricidad con fuentes renovables. Significa parar en seco la deforestación, y recuperar masivamente grandes extensiones de bosques y selvas, transformando actividades agropecuarias comerciales y de subsistencia. Significa cambiar nuestros patrones nutricionales y disminuir el consumo de alimentos con fuerte huella ecológica (como carne de res y lácteos).
Muy pocos lo aceptarían, ya que  para lograrlo es indispensable eliminar subsidios a los combustibles y a la electricidad; establecer severos impuestos al carbono en las gasolinas y el diesel; regulaciones draconianas de uso del suelo; pagar a los campesinos por no deforestar y por permitir la recuperación de ecosistemas forestales; introducir impuestos a alimentos de gran impacto ecológico; inducir mediante impuestos prediales y créditos hipotecarios exclusivos la verticalidad de la ciudades y la vivienda en edificios de departamentos con usos del suelo mixtos, y  que nos movamos a pié o en transporte público y bicicleta de manera preferente; financiar con  primas a los productores de energía renovable (acabando por supuesto con los monopolios). Todo esto requiere de un Estado fuerte y visionario, y por supuesto, de ciudadanos y consumidores dispuestos no sólo a admitirlo y a asumirlo, sino a apoyar su instrumentación. No tenemos ninguna de las dos cosas.
Se trataría de extender un hilo conductor que iría de nuevos valores e intereses públicos a preferencias individuales manifiestas y reveladas, tanto en los mercados como en los sistemas político-electorales. Que seguiría por sólidos consensos normativos y  habilidades para emprender acciones colectivas exitosas desde los gobiernos nacionales, la sociedad civil, las empresas, y las organizaciones multilaterales. Y que conectaría con una firme capacidad de construir nuevas instituciones y esquemas de gobernanza. Es un verdadero cambio civilizatorio, indispensable para evitar una suprema tragedia de los recursos comunes, y crear nuevos bienes públicos globales, de los cuales dependerá el desarrollo de la humanidad y la existencia de la biósfera tal como la conocemos. Francamente, y habrá que estar de acuerdo, pocas cosas se ven tan remotas como las anteriores. No habrá en el futuro previsible ninguna iniciativa eficaz para mitigar el calentamiento global, ni nacional, ni internacional. Preparémonos a asumir las consecuencias.


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